martes, 30 de noviembre de 2010

MALIKA MOKEDDEM

"El reencuentro con las altas mesetas solitarias le sirvió de consuelo. Su austeridad y silencio se adaptaban perfectamente a su amargura. Pero había necesitado alejarse y distanciarse para darse cuenta de la gran influencia que ejercían sobre él. Había tenido que vivir en ciudades muy pobladas como El Cairo o Alejandría para comprobarlo. Allá, a pesar de la distancia, a pesar del canto tranquilizador del mar, el hermano gemelo más clemente del desierto, a pesar de los años que agrandaban el espacio, la inmensidad de las mesetas rompía contra él, como los golpes del viento de arena acres y tórridos. Gracias al amor que le brindaban, él renacía todos los días. Y en medio de las muchedumbres bulliciosas de Oriente Medio, el silencio de sus tierras se fundía a veces con su razón como si montara guardia contra cualquier traición posible, como una oración de fuego que soldara su memoria.
Así, su ausencia había estado marcada por la de las altas mesetas, y volvió a encontrarlas a imagen de la melancolía que habían forjado en él: tristes e infinitas, inundadas de luz. Entonces tuvo una revelación fantástica y llegó a un umbral. Lograba salir de países, de tormentos, pero no entraba en ninguna parte. Sólo era un vigía, un agrimensor. Las extensiones que se ofrecían a él no eran sino aliento luminoso, lugar de paso, escenario de encuentros, de separaciones y de partidas. Los seres valerosos y combativos no temían mostrar allí la mayor debilidad, es decir, también eran capaces de amar. 
El caballo, orgullo de los desfiles, convivía con el camello que, aun siendo su paso más lento y terco, derramaba en la imaginación de los hombres la borrachera de sus recorridos. El beduino trocaba allí sus propios productos y los que traía del Norte por géneros africanos del hombre azul, regueibat o tuareg. Allí estaba la puerta del desierto para los primeros y la del Tel para los últimos. Hasta la enorme diferencia de temperaturas reflejaba esta dualidad. Los días tenían las llamas del desierto, las noches del invierno ganaba a las del Norte en heladas. En realidad, era el territorio de la espera, de los descansos. Las búsquedas no podían saciarse allí. Las caravanas no podían detenerse más que para hacer un alto. Un espacio tan sublime e incómodo como la lucidez. Por eso de Jaider a Ain Sefra, las endechas sólo loaban el honor herido, la amistad o el amor imposible o azotado por el abandono inevitable. Las altas mesetas eran una hendidura, una "ninguna parte" de verdad. Mahmud sólo se reconocía entre el sedentario y el nómada, entre el mundo oral, la jovialidad de los cuentos y el hechizo solitario de la escritura, entre huida y rebelión, en la conjunción de las cosas complementarias, en el punto de ruptura de los contrarios...Las dualidades le agradaban. (...) 

Temiendo que se convierta en una tirana y lo domine por completo, Mahmud se vacía de la parte egoísta e introvertida de su sufrimiento. La preocupación por su hija siempre acaba por anteponerse a su propio dolor. Lo más urgente es intentar curar a Yasmina del mal que la aflige. La ha incitado a soñar, la ha mecido con cuentos, le ha dado plantas curativas, distintas tisanas, la ha purgado con coloquíntidas del desierto...Incluso ha recurrido a una sangría practicada por un jeque docto y piadoso. Nada ha dado resultado. Entonces, para desplazarse más rápidamente, vende el rebaño y, guiado por sabios consejos, él, que suele despreciar toda práctica oculta, decide llevar a Yasmina a un curandero de renombre.
- Tu hija está habitada por un yinn sordomudo - pontifica el maestro brujo -. Uno de los más perniciosos, pues el hombre no tiene ningún poder frente a ellos. Sin embargo, con el tiempo y la observación, encontraré su punto débil. Encontraré la manera de ponerme en contacto con él. Sólo entonces podré imponerle mi ley y obligarlo a marcharse. Intentaré conseguirlo con el mínimo coste, pero para eso, tendréis que quedaros aquí, cerca de mí, el tiempo necesario - dice el hombre cuyo prestigio no le deja confesar su incapacidad. (...)

Yasmina sufre por su incapacidad, sobre todo cuando se encuentran con otros nómadas. Su soledad, la de su padre y la suya, "sin tribu y sin madre", resulta tan anómala en la organización de los clanes de la vida nómada... Los demás niños la asaltan cada vez con montones de preguntas. El silencio de Yasmina despierta aún más la curiosidad; perciben su tesón como una agresión que provoca insultos e invectivas. (...) 
En el transcurso de los meses y los años, el tiempo, que inocentemente se desgrana a medida que avanzan los pasos y las historias, trabaja solapadamente para aportar el olvido, primer jalón de la muerte. (...) Su vida misma hace de ellos seres especiales en este duro mundo nómada de las altas mesetas. Su presencia constante en los mercados de la región intriga: un padre que dicen sigue siendo viudo y que cuida de su hija como una madre, y una hija, una hartania, una hartania magnífica que mira a los hombres con dureza, no concede una palabra a nadie y no se comunica con su padre más que por escrito. Ambos avivan la curiosidad de la gente y alimentan los rumores en el polvo de los mercados." 

Malika Mokeddem, El siglo de las langostas, México, Biblioteca Era, 2003. ISBN 9-789684-115545

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" Ésta es una novela hermosa y terrible, en que varias décadas de historia y gran parte de la geografía de Argelia se despliegan con extraordinaria fuerza. Los personajes de esta novela intentarán escapar a su camino fijado por las costumbres, la sociedad, el odio heredado y la violencia loca que los persigue. Su complejo itinerario pasa por la angustia de la persecución, el rencor y el dolor, y también por la ternura, el disfrute del mundo, la dignidad."

Malika Mokkeddem nació en Kenadsa, en el desierto occidental de Argelia. El siglo de las langostas obtuvo el Premio Afrique Méditerranée Maghreb de la Asociación de Escritores en Lengua Francesa. 



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