jueves, 30 de diciembre de 2010

FLEUR JAEGGY

" A mi padre lo conocía poco. Una vez, durante las vacaciones de Pascua, me llevó consigo a un crucero. El barco estaba atracado en Venecia. Se llamaba Proleterka. Proletaria. Durante años, el motivo de nuestros encuentros fue una procesión. Participábamos los dos. Habíamos desfilado juntos por las calles de la ciudad del lago. Él con un tricornio en la cabeza. Yo con el traje típico, el Tracht, y la cofia negra ribeteada de encaje blanco. Los zapatos de charol negro con la hebilla de gorgorán. El delantal de seda sobre el vestido rojo, un color tras el que acechaba un violeta oscuro. Y el corpiño de seda adamascada. En una plaza, sobre un rimero de maderas, ardía un muñeco. El Böögg. Hombres a caballo galopan en círculo alrededor del fuego. Redoblan los tambores. Se alzan los estandartes. Despedían el invierno. A mí me parecía estar despidiendo algo que no había tenido nunca. Me atraían las llamas. Ocurrió hace mucho tiempo. 

Mi padre, Johannes H., formaba parte de una hermandad, una Zunft. Había ingresado de estudiante. Había escrito un informe titulado Qué ha hecho y qué hubiera podido hacer la Hermandad durante la guerra. La hermandad a la que pertenecía Johannes se fundó en 1336. 
La noche anterior se celebró el baile para los niños. Una gran sala abarrotada de trajes típicos y de risas. Deseaba que todo se acabara. Quizá Johannes también. No me gustaban los bailes. Y quería despojarme del traje. La primera vez que participé en la procesión ( aún no iba a la escuela) me metieron en un palanquín azul turquesa. Por la ventanilla saludaba a los niños que contemplaban la procesión desde la acera. Cuando los portadores me posaron sobre el suelo, abrí la portezuela y me marché. No tenía pensado escapar. No era rebelión, sino puro instinto. Una atracción por lo desconocido. Vagué por la ciudad horas y horas. Hasta el agotamiento. Me encontró la policía. Y me entregaron a mi legítimo propietario, Johannes. Fue una lástima. Dadas las circunstancias, una relación más profunda entre padre e hija era una posibilidad muy remota. Observar y callar. Los dos caminan en procesión. No se cruzan ni una sola palabra. Al padre le cuesta mantener el paso al ritmo de las marchas musicales. Dos sombras, una se mueve lentamente, con un visible esfuerzo. La otra es más inquieta. Avanzan en filas de cuatro. Junto a ellos una pareja, el hombre lleva el uniforme militar, la mujer, el traje típico. Siguen el paso, avanzan majestuosos, altivos, erguidas las cabezas. De noche, a veces, con los párpados cerrados, vuelvo a ver cómo arde el muñeco. El redoble de los tambores cada vez más marcial, con un sonido ulterior. Al cabo de dos días, dejaba a Johannes en una habitación de hotel. Mi visita había tocado a su fin. (...)

Los niños se desinteresan de los padres cuando se les abandona. No son sentimentales. Son pasionales y fríos. En cierto modo algunos abandonan los afectos, los sentimientos, como si fueran cosas. Con determinación, sin tristeza. Se vuelven extraños. A veces enemigos. Ya no son ellos los seres abandonados, sino quienes se baten mentalmente en retirada. Y se marchan. Hacia un mundo oscuro, fantástico y miserable. Y, sin embargo, a veces simulan felicidad. Como un ejercicio de funámbulos. Los padres no son necesarios. Hay pocas cosas necesarias. Algunos niños se las arreglan solos. El corazón, cristal incorruptible. Aprenden a fingir. Y el fingimiento se convierte en la parte más activa, más real, tan atractiva como los sueños. Ocupa el lugar de los que consideramos verdadero. Quizá sea sólo eso: algunos niños tienen el don del desapego. 

Padre e hija están delante del barco. Parece un buque militar. Brilla la estrella roja en lo alto de la chimenea. Miro enseguida la inscripción Proleterka. Ennegrecida, con manchas de herrumbre, olvidada. Una inscripción regia. Es la hora en que declina el día. El buque es grande, oculta el sol que está a punto de caer al agua. Es oscuro: pez y misterio. Se ha salvado de la intemperie, de los naufragios, un barco pirata construido como una fortaleza. Subimos la escalerilla. Los oficiales nos esperan. Somos los últimos. A Johannes le cuesta subir, un oficial le ayuda. Nos muestra el camarote. Pequeño. Allí dormiría con Johannes. Las dos camas, una sobre la otra. Tendré que dormir arriba. El Proleterka zarpa a las dieciocho horas. Dulcemente, se desliza sobre el agua. Un sonido bronco precede a la partida. Un sonido de adiós. No se puede volver atrás. Miro desde la portilla. Me pregunto cómo me las arreglaría para salir, para entrar en el mar, si quisiera marcharme como Martin Eden. "

Fleur Jaeggy, Proleterka, Barcelona, Tusquets, 2004.

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Fleur Jaeggy, nacida en Zurich, vive en Milán. Autora de reconocido prestigio y traducida a diversas lenguas. Proleterka (galardonada con el Premio Viareggio 2002, el premio Donna Città di Roma 2001, el Premio Vailate Alberico Sala 2001 y el Premio Vittorini 2002), es un breve relato de un viaje iniciático en el que Jaeggy revive la distante y extraña relación entre un padre y su hija. "Con su prosa, que logra penetrar como una hoja afilada en la zona secreta donde se esconden las emociones, Jaeggy ha cosechado los elogios de grandes escritores, entre ellos Susan Sontag: "Fleur Jaeggy es una escritora maravillosa, brillante, salvaje. La admiro profundamente." "

Editorial

miércoles, 15 de diciembre de 2010

JANE BOWLES

"Alva Perry era una mujer seria y reservada de ascendencia escocesa y española; tenía poco más de cuarenta años. Aún era guapa, pese a tener las mejillas demacradas. En particular, sus ojos eran de una belleza y una claridad extraordinarias. Vivía en casa de su tío, que se había dividido en apartamentos, o en cuartos de alquiler, como seguían denominándose en aquella parte de la región. La casa se elevaba en la empinada ladera de la colina boscosa que daba a la carretera general. Una larga escalera de cemento ascendía hasta la mitad de la loma, terminando poco antes de llegar a la casa. En un principio conducía a una central eléctrica, destruida tiempo atrás. La señora Perry había vivido sola en su cuarto desde la muerte de su marido, ocurrida once años antes; sin embargo, encontraba pequeños quehaceres para estar ocupada durante todo el día, y en cierto modo seguía siendo tan hacendosa en su soledad como un ama de casa entregada a su familia. 
John Drake, una persona igualmente reservada, ocupaba el cuarto debajo del suyo. Era dueño de su camión y trabajaba por su cuenta para compañías madereras, así com recogiendo y repartiendo cántaros de leche para una vaquería. 
En todos los años que habían vivido en la casa de la ladera, el señor Drake y la señora Perry sólo se habían dirigido saludos de lo más escueto. 

Una noche, el señor Drake oyó desde el vestíbulo los sonoros pasos de la señora Perry que, de manera inconsciente, había aprendido a reconocer. Alzó la vista y la vio bajar las escaleras. Llevaba un abrigo marrón que había pertenecido a su difunto esposo, y apretaba una bolsa de papel contra su pecho. El señor Drake se ofreció a ayudarla con la bolsa y ella titubeó, indecisa, en el descansillo. 
- Sólo son patatas - le explicó -, pero se lo agradezco mucho. Voy a asarlas fuera, en la parte de atrás. Hace tiempo que tenía intención de hacerlo. 
El señor Drake cogió las patatas y, con paso envarado, cruzó la puerta trasera y bajó la cuesta hasta llegar a un pequeño terreno raso que hacía las veces de patio en la parte posterior de la casa. (...)La señora Perry siguió al señor Drake, le dio las gracias y empezó a recoger ramitas con movimientos rápidos entre la linde de los árboles y la pocilga, cerca de la cual iba a preparar la fogata. (...)

- ¿Le gustan los placeres sencillos, corrientes? - le preguntó al fin [la señora Perry], en tono grave.
El señor Drake sintió un gran alivio de que ella hubiese hablado, y su rubor cedió. 
- Seria mejor que me diera una idea más clara de lo que entiende usted por placeres sencillos, y entonces yo le diría lo que me parecen - respondió solemnemente, haciendo una pausa cada pocas palabras, porque era tan concienzudo como tímido. 
- Placeres sencillos - empezó a explicar la señora Perry tras dudar un poco-, como los que se obtienen sin estar entre mucha gente o con comidas historiadas.  - Se estrujó el cerebro buscando más ejemplos-. Placeres sencillos como estas patatas asadas, en vez de bailes, whisky y orquestas... Como una merienda campestre, pero no de esas con mil cosas superfluas que acaban tirándose a una zanja porque no se comen. He visto tirar tartas a personas mayores porque sentían demasiada pereza para envolverlas y llevárselas otra vez a casa. ¿Ha visto usted esas cosas? 
- No, creo que no- repuso el señor Drake.
- Se desperdician muchas cosas - observó la señora de Perry.
- Pues a mí me gustan los placeres sencillos - dijo el señor Drake, deseoso de que su interlocutora no perdiera el hilo de la conversación. (...)

- Me marcho - dijo [el señor Drake]-, pero a cambio de las patatas, ¿le gustaría cenar conmigo en un restaurante mañana por la noche?
Hacía muchos años que no le habían hecho una invitación de ese tipo, puse se había apartado deliberadamente de la vida de la ciudad, y no sabía qué responderle.
- ¿Cree que debería hacer algo así? - preguntó.
El señor Drake le aseguró que debía hacerlo, y ella aceptó su invitación. (...)

La señora Perry cerró tras ella la puerta del restaurante y recorrió toda la estancia, atisbando en cada reservado en busca de su acompañante. Por lo visto, no había llegado todavía; de manera que eligió un cubículo vacío y se sentó en el banco de madera. (...) Llamó a la camarera y le pidió chuletas de cerdo; entonces llegó el señor Drake. La saludó con una sonrisa tímida. (...) El señor Drake recordó con intenso placer la patata asada delante del fuego, y sintió mucha más emoción de lo que había imaginado al volver a ver a la señora Perry.
Lamentablemente, la mujer no parecía impulsada a comunicarse con él, y al cabo de muy poco tiempo el camionero guardó silencio. Durante la primera parte de la cena, comieron sin decirse nada. El señor Drake había pedido una botella de vino dulce, y cuando la señora Perry terminó el segundo vaso, rompió a hablar. 
- Me parece que en los restaurantes le engañan a uno. 
A John Drake le gustó que hubiera hecho algún comentario, aunque fuese poco cortés. (...) 
- ¿A qué hora pasa el autobús por aquí? - pregunto [la señora Perry] con una voz que ya era notablemente alta.
- Si realmente quiere saberlo, me puedo enterar. ¿Hay alguna razón por la que quiera saberlo en este momento?
- Tengo que irme a una hora conveniente para levantarme mañana temprano.
- Pues no faltaba más, cuando quiera marcharse la llevaré a casa en el camión, pero confío en que no quiera irse todavía.
Se inclinó hacia delante y estudió inquieto el rostro de la mujer.
- Tengo que ir a casa de todos modos - le contestó con displicencia -, y lo mismo da ahora que luego.  (...)"


Jane Bowles, Placeres sencillos, 1966
Jane Bowles, Dos damas muy serias & Placeres sencillos, prólogo de Truman Capote, Barcelona, Anagrama, 2010. ISBN 978-84-339-7589-8

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" Debe de hacer siete u ocho años desde que vi por última vez a esa leyenda moderna llamada Jane Bowles, y tampoco he sabido nada de ella, al menos directamente. Pero estoy seguro de que no ha cambiado; de hecho, algunos viajeros que han estado recientemente en el norte de África, y que la han visto o se han sentado con ella en algún sombrío café de la kasba me han dicho, y estoy seguro, que Jane, con su cabeza como dalia, con su corto pelo rizado, su nariz respingona y sus ojos de un brillo malicioso, y algo alocados, con esa voz suya tan original (un áspero soprano), sus ropas de muchacho, su figura de colegiala y su leve cojera, es más o menos la misa que era cuando yo la conocía hace más de veinte años: ya entonces evocaba al golfillo eterno, tan atractivo como el más atractivo de los no adultos, y sin embargo con una sustancia más fría que la sangre corriendo por sus venas, y con un ingenio y una sabiduría excéntrica que ningún niño, ni siquiera el más extraño wunderkind, haya poseído jamás".

Truman Capote

" A pesar de su escasísima obra narrativa - tan sólo la novela Dos damas muy serias y el libro de relatos Placeres sencillos -, la figura de Jane Bowles ("esa leyenda moderna", como la calificó Truman Capote) se ha ido agigantando en los últimos tiempos, convirtiéndose en una "figura de culto" en el mundo anglosajón y en sus diversas traducciones. Su prestigio entre los mejores escritores de su tiempo se remonta a los inicios mismos de su carrera literaria, cuando publicó Dos damas muy serias, saludada por Tennessee Williams como "mi libro favorito" y por alan Sillitoe como "un hito en la literatura norteamericana del siglo XX".

Editor Anagrama



martes, 30 de noviembre de 2010

MALIKA MOKEDDEM

"El reencuentro con las altas mesetas solitarias le sirvió de consuelo. Su austeridad y silencio se adaptaban perfectamente a su amargura. Pero había necesitado alejarse y distanciarse para darse cuenta de la gran influencia que ejercían sobre él. Había tenido que vivir en ciudades muy pobladas como El Cairo o Alejandría para comprobarlo. Allá, a pesar de la distancia, a pesar del canto tranquilizador del mar, el hermano gemelo más clemente del desierto, a pesar de los años que agrandaban el espacio, la inmensidad de las mesetas rompía contra él, como los golpes del viento de arena acres y tórridos. Gracias al amor que le brindaban, él renacía todos los días. Y en medio de las muchedumbres bulliciosas de Oriente Medio, el silencio de sus tierras se fundía a veces con su razón como si montara guardia contra cualquier traición posible, como una oración de fuego que soldara su memoria.
Así, su ausencia había estado marcada por la de las altas mesetas, y volvió a encontrarlas a imagen de la melancolía que habían forjado en él: tristes e infinitas, inundadas de luz. Entonces tuvo una revelación fantástica y llegó a un umbral. Lograba salir de países, de tormentos, pero no entraba en ninguna parte. Sólo era un vigía, un agrimensor. Las extensiones que se ofrecían a él no eran sino aliento luminoso, lugar de paso, escenario de encuentros, de separaciones y de partidas. Los seres valerosos y combativos no temían mostrar allí la mayor debilidad, es decir, también eran capaces de amar. 
El caballo, orgullo de los desfiles, convivía con el camello que, aun siendo su paso más lento y terco, derramaba en la imaginación de los hombres la borrachera de sus recorridos. El beduino trocaba allí sus propios productos y los que traía del Norte por géneros africanos del hombre azul, regueibat o tuareg. Allí estaba la puerta del desierto para los primeros y la del Tel para los últimos. Hasta la enorme diferencia de temperaturas reflejaba esta dualidad. Los días tenían las llamas del desierto, las noches del invierno ganaba a las del Norte en heladas. En realidad, era el territorio de la espera, de los descansos. Las búsquedas no podían saciarse allí. Las caravanas no podían detenerse más que para hacer un alto. Un espacio tan sublime e incómodo como la lucidez. Por eso de Jaider a Ain Sefra, las endechas sólo loaban el honor herido, la amistad o el amor imposible o azotado por el abandono inevitable. Las altas mesetas eran una hendidura, una "ninguna parte" de verdad. Mahmud sólo se reconocía entre el sedentario y el nómada, entre el mundo oral, la jovialidad de los cuentos y el hechizo solitario de la escritura, entre huida y rebelión, en la conjunción de las cosas complementarias, en el punto de ruptura de los contrarios...Las dualidades le agradaban. (...) 

Temiendo que se convierta en una tirana y lo domine por completo, Mahmud se vacía de la parte egoísta e introvertida de su sufrimiento. La preocupación por su hija siempre acaba por anteponerse a su propio dolor. Lo más urgente es intentar curar a Yasmina del mal que la aflige. La ha incitado a soñar, la ha mecido con cuentos, le ha dado plantas curativas, distintas tisanas, la ha purgado con coloquíntidas del desierto...Incluso ha recurrido a una sangría practicada por un jeque docto y piadoso. Nada ha dado resultado. Entonces, para desplazarse más rápidamente, vende el rebaño y, guiado por sabios consejos, él, que suele despreciar toda práctica oculta, decide llevar a Yasmina a un curandero de renombre.
- Tu hija está habitada por un yinn sordomudo - pontifica el maestro brujo -. Uno de los más perniciosos, pues el hombre no tiene ningún poder frente a ellos. Sin embargo, con el tiempo y la observación, encontraré su punto débil. Encontraré la manera de ponerme en contacto con él. Sólo entonces podré imponerle mi ley y obligarlo a marcharse. Intentaré conseguirlo con el mínimo coste, pero para eso, tendréis que quedaros aquí, cerca de mí, el tiempo necesario - dice el hombre cuyo prestigio no le deja confesar su incapacidad. (...)

Yasmina sufre por su incapacidad, sobre todo cuando se encuentran con otros nómadas. Su soledad, la de su padre y la suya, "sin tribu y sin madre", resulta tan anómala en la organización de los clanes de la vida nómada... Los demás niños la asaltan cada vez con montones de preguntas. El silencio de Yasmina despierta aún más la curiosidad; perciben su tesón como una agresión que provoca insultos e invectivas. (...) 
En el transcurso de los meses y los años, el tiempo, que inocentemente se desgrana a medida que avanzan los pasos y las historias, trabaja solapadamente para aportar el olvido, primer jalón de la muerte. (...) Su vida misma hace de ellos seres especiales en este duro mundo nómada de las altas mesetas. Su presencia constante en los mercados de la región intriga: un padre que dicen sigue siendo viudo y que cuida de su hija como una madre, y una hija, una hartania, una hartania magnífica que mira a los hombres con dureza, no concede una palabra a nadie y no se comunica con su padre más que por escrito. Ambos avivan la curiosidad de la gente y alimentan los rumores en el polvo de los mercados." 

Malika Mokeddem, El siglo de las langostas, México, Biblioteca Era, 2003. ISBN 9-789684-115545

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" Ésta es una novela hermosa y terrible, en que varias décadas de historia y gran parte de la geografía de Argelia se despliegan con extraordinaria fuerza. Los personajes de esta novela intentarán escapar a su camino fijado por las costumbres, la sociedad, el odio heredado y la violencia loca que los persigue. Su complejo itinerario pasa por la angustia de la persecución, el rencor y el dolor, y también por la ternura, el disfrute del mundo, la dignidad."

Malika Mokkeddem nació en Kenadsa, en el desierto occidental de Argelia. El siglo de las langostas obtuvo el Premio Afrique Méditerranée Maghreb de la Asociación de Escritores en Lengua Francesa. 



domingo, 21 de noviembre de 2010

BEATRIZ PRECIADO

5. La celda posdoméstica: el apartamento para el soltero urbano

" Ésta podría ser la divisa con la que Playboy emprende en los años cincuenta una tarea de transformación social: si quieres cambiar a un hombre, modifica su apartamento. Como la sociedad ilustrada creyó que la celda individual podía ser un enclave de reconstrucción del alma criminal, Playboy confió en el apartamento del soltero como nicho de fabricación del nuevo hombre moderno. En el artículo "Playboy´s Penthouse Apartment: A High Handsome Haven-pre-planned and furnished for the Bachelor in Town", publicado en 1956, la revista presentaba el apartamento de soltero como un teatro virtual en el que el antiguo hombre aprendía las técnicas del juego del conejo - representado por un hombre maduro pero destinado, en realidad, a un lector adolescente -. Aquí el apartamento no era un mero decorado interior, sino una auténtica máquina performativa de género, capaz de llevar a cabo la transformación del antiguo hombre en playboy. El apartamento funcionaba como un espacio de aprendizaje en el que el hombre ciervo podía familiarizarse con la ética juguetona del conejo a través del manejo de una serie de dispositivos giratorios destinados a resaltar el carácter flexible, circular y reversible de las rígidas normas de género, sexuales, sociales y políticas que dominaban la sociedad americana de la posguerra. 

Tanto el diseño arquitectónico del apartamento, como los mecanismos visuales, los muebles o electrodomésticos del ático de soltero de 1956 pretendían funcionar como aparatos conversores que permitían transformar incesantemente el trabajo en ocio, desvestir lo vestido, humedecer lo seco, hacer que lo homosexual fuera heterosexual, lo monógamo polígamo, transformar lo negro en blanco y viceversa.  Se trataba, por supuesto, de un juego sin riesgos y con posibilidad de vuelta a casa. Además, el juego no era una red libre de relaciones ni un sistema totalmente abierto, sino un ejercicio contenido y seguro que permitía suspender durante un tiempo, y al menos de forma imaginaria, la validez moral de las normas sociales que pesaban sobre la caduca subjetividad masculina del hombre ciervo americano de mediana edad. Esta suspensión moral producía, más allá de la estricta masturbación sexual a la que invitaban tímidamente las imágenes, una plusvalía erótica que alimentaba la emergente subjetividad del conejo. El éxito de Playboy consistía en situar al frustrado lector masculino suburbano americano, todavía participante de las lógicas de consumo y el ocio de la economía de posguerra y cómplice de las estructuras sociales de segregación de género, clase y raza, en la posición de jugador, dándole por un momento la posibilidad de gozar de la transgresión moral para invitarle, después, a retomar su vida de ciervo trabajador y volver a su casa y a su césped. (...)

El apartamento (no el playboy) funciona como una máquina que, con igual eficacia, atrae mujeres y se deshace después de ellas. Gracias a la adaptabilidad de los artefactos del piso, garantes de la mecanización del flirteo, el soltero puede permitirse por primera vez una actitud frívola con las mujeres. Basta con que la invitada penetre en ese ático para que cada mueble y objeto de diseño se despierte y funcione como una trampa que facilitará el disfrute de lo que la revista llama "sexo instantáneo". Los gadgets y artilugios mecánicos transforman los viejo métodos de caza del venado en las nuevas formas de administrar el sexo propios del habilidoso conejo playboy. (...)

El ático de soltero funciona al mismo tiempo como una oficina y como una casa de citas. Superposición curiosa de un nuevo espacio de producción del capitalismo, la oficina, y de un antiguo espacio de producción y consumo sexual, el prostíbulo. Esta superposición pornotópica será aún más intensa y literal en la Mansión Playboy."

Beatriz Preciado, Pornotopía. Arquitectura y sexualidad en "Playboy" durante la guerra fría, Barcelona, Anagrama, Colección Argumentos, 2010. 

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"En plena guerra fría, el joven Hugh Hefner crea lo que pronto se convertiría en la revista para adultos más vendida del mundo: Playboy. Lo que el público desconoce en su pionera labor como artífice de las casas del placer: Playboy no era simplemente una revista de chicas con o sin bikini, sino un vasto proyecto arquitectónico-mediático que tenía como objetivo desplazar la casa heterosexual como núcleo de consumo y reproducción proponiendo frente a ésta nuevos espacios destinados a la producción de placer y capital. 
Beatriz Preciado es filósofa. Colabora en la emergencia de la teoría queer en Francia, y forma parte del grupo de escritores de "Le Rayon Gay". Es también autora de Testo Yonqui y Terror Anal, así como de numerosos ensayos en revistas como Multitudes y Parallax. "


Editor, Anagrama

viernes, 5 de noviembre de 2010

DIAMELA ELTIT

"Mi madre y yo tenemos sentimientos paradójicos con respecto a la excelencia social o la función patriótica de las enfermeras.
Todavía.

Después de ¿cuánto?, ¿doscientos años?, no conseguimos una posición única y oscilamos entre una simpatía cruzada por fragmentos compasivos ante la labor que desempeñan o bien nos sentimos injuriadas y atacadas por la sensación física de ser atendidas con una sorna abiertamente burocrática. No sabemos qué sentir o qué pensar cuando las seguimos a través de los pasillos para acceder a la consulta del médico que nos corresponde. Las enfermeras están allí, delante o al lado nuestro, mirándonos con sus pupilas subordinadas al médico de turno, un médico también parcialmente subordinado a su enfermera y que, en un ataque de rencor, puede llegar a gritarles o a dar un alarido por un olvido o ante una ausencia momentánea.

Los hospitales, la patria y cada uno de los consultorios de la nación son conocidos también como el teatro del grito. Mi madre y yo nos avergonzamos ante la angustia que experimenta la enfermera cuando acude de inmediato al llamado de su enfermera en jefe. Sí, una jefa que también sufre, teme y se atormenta ante la queja del médico de turno. Esa jefa de las enfermeras, escogida por su sabiduría y la precisión de su conducta, tiene la obligación oficial (en el espacio pactado del mundo hospitalario) de aterrar a su subordinada con la inminente o inmediata pérdida de su trabajo si se atreve a cometer una falta más, una más y se acabó, ¿me entiendes?

Pero yo desconfío de la actuación de las enfermeras. Desconfío porque ellas practican la asociación de la sangre.
Mi madre desconfía de las enfermeras.
Por la sangre. "

Diamela Eltit, Impuesto a la carne, Santiago (Chile), Seix Barral. Biblioteca Breve, 2010. ISBN 9-789562-475037.

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"Un hospital. Hordas de médicos. Enfermeras que trafican sangre. Grupos de fans. Enfermos vaciados sus órganos. Impuesto a la carne funciona como una metáfora nacional de los últimos doscientos años, en la que será posible reconocer algunos de los pasajes más sórdidos de nuestra historia. Una crónica marginal que registra el tránsito de dos almas anarquistas por un espacio opresor.

Elemento fundamental de la novelística de Diamela Eltit, el cuerpo, en esta oportunidad, se convierte en el escenario en el que se despliegan las certezas y fisuras propias de la relación entre una madre e hija. La autora se embarca en una lectura orgánica de la figura materna, esta vez no en clave simbólica, sino como un ente corpóreo y vivo que habita, literalmente, las entrañas de toda hija."

Editores, Impuesto a la carne.

martes, 26 de octubre de 2010

MARINA TSVIETÁIEVA

"No, no había ninguna palidez en ella, ninguna – en nada, todo en ella era lo contrario a la palidez, y sin embargo era – pourtant rose y, llegado el momento, esto será mostrado y demostrado.
Transcurría el invierno de 1918-1919, por lo pronto todavía el invierno del año 1918, diciembre. En algún teatro, en algún escenario, yo leía para los estudiantes del tercer estudio, mi obra Tempestad de nieve. Una sala vacía –un escenario lleno.
Mi Tempestad de nieve estaba dedicada a Yuri y a Vera Z., a su amistad – mi amor. Yuri y Vera eran hermano y hermana; Vera, en el último de todos los colegios en el que estuve había sido mi compañera: no de clase, porque yo estaba una clase antes y la veía únicamente a la hora del recreo: un cachorrito de niña, delgadita y rizada, recuerdo sobre todo su larga espalda con los cabellos de una trenza atada hasta la mitad, y vista de frente, recuerdo sobre todo la boca, por naturaleza – desdeñosa, con los ángulos hacia abajo,  y los ojos– lo contrario de aquella boca, por naturaleza sonrientes, es decir, con los ángulos hacia arriba. Esta divergencia de líneas repercutía en mí en forma de una inexplicable inquietud que yo atribuía a su belleza, sorprendiendo así a los demás que no encontraban en ella nada de eso, dejándome a su vez profundamente sorprendida. Aquí mismo diré, que yo tenía razón, que en adelante se convirtió en una auténtica beldad, a tal punto que en el año 192, en París, gravemente enferma, la arrastraron a la pantalla.

Con esta Vera, a esta Vera jamás dije ni una sola palabra, y ahora, nueve años después de la escuela, cuando le dedicaba mi Tempestad de nieve, pensaba aterrada que ella no comprendería nada de todo esto, porque seguramente no se acordaría de mí, quizá ni siquiera se hubiera percatado de mi existencia.
(Pero, ¿por qué Vera, cuando se trata de Sóniechka?) Porque Vera es – las raíces, la prehistoria, el origen más antiguo de Sóniechka. Una historia muy breve – con una prehistoria muy larga. Y una poshistoria.

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"La historia de Sóniechka es tanto una biografía de la protagonista, la actriz Sofía Evguénievna Holliday, como una autobiografía de la escritora Marina Tsvietáieva, cuya amistad se desarrolló entre 1918 y 1919, cuando ambas trabajaban en el Teatro de Arte de Moscú. (...) Sóniecka es [...] el relato de algo que dormía en el interior de Marina y que la muerte puso en movimiento. Es la historia de su juventud en un país trastocado por la guerra civil. Es la verdad convertida en poesía. La primavera del año diecinueve que llegó trayéndole una amiga: una actriz pequeñita, talentosa e indefensa ante la vida. Es la amistad, el amor y las alegrías – más bien escasas – entre aquello que vivieron los años posteriores a la revolución. Diálogos, monólogos, escenas, parlamentos... Humor y amor. Es Moscú el año diecinueve. Ni espeluznante, ni espléndido, únicamente familiar. Es la resurrección de los seres amados. Es, finalmente, la voluntad del poeta de detener el tiempo."

Selma Ancira

Marina Tsvietáieva, La historia de Sóniechka, México, CONACULTA, Torre Abolida, 1999. ISBN 9-789701-831427

lunes, 18 de octubre de 2010

ARUNDHATI ROY

"Mayo, en Ayemenem, es un mes caluroso y de ansiosa espera. Los días son largos y húmedos. El río mengua y negros cuervos se dan atracones de lustrosos mangos sobre árboles inmóviles, de un verde polvoriento. Las bananas rojas maduran. Los frutos de las nanjeas estallan. Los despistados moscones zumban sin rumbo fijo en el aire afrutado y acaban estrellándose contra los cristales para morir, gordos y desconcertados, al sol.
Las noches son claras, aunque cargadas de apatía y de indolente expectación.
Pero al comienzos de junio irrumpe el monzón, que sopla del sudoeste, y hay tres meses de agua y viento, con breves intervalos de un sol fuerte y reluciente que los niños, llenos de entusiasmo, aprovechan para jugar. El campo se torna de un verde lujuriante. Las lindes se van desdibujando a medida que los setos de tapioca echan raíces y flores. Las paredes de ladrillo adquieren un color verde musgo. Los pimenteros trepan por los postes de la electricidad. Por los taludes de laterita asoman enredaderas silvestres que se extienden y atraviesan los caminos inundados. Navegan barcas por los bazares. Y aparecen pececillos en el agua que llena los baches de las carreteras.
Llovía el día en que Rahel regresó a Ayemenem. Hilos de plata inclinados se incrustaban en la blanda tierra y la levantaban como si fueran balas de fusil. En la colina, la vieja casa lucía su pronunciado tejado a dos aguas como un sombrero calado hasta las orejas. Las paredes, veteadas de musgo, ofrecían un aspecto mullido e incluso algo pandeado por la humedad que se filtraba del suelo. El jardín, abandonado y cubierto de maleza, estaba plagado de correteos y susurros de seres diminutos. Entre los hierbajos, una culebra se restregaba contra una piedra reluciente. Ranas de color amarillo recorrían esperanzadas el estanque, lleno de verdín, en busca de pareja. Una empapada mangosta cruzó como un rayo el camino de entrada, cubierto de hojas.
La casa parecía deshabitada. Puertas y ventanas estaban cerradas a cal y canto. La galería delantera se hallaba vacía. Sin muebles. Pero fuera continuaba aparcado el Plymouth azul cielo, de alerones cromados, y, dentro, Bebé Kochamma seguía viva.
ERa la tía abuela más joven de Rahel (...) Rahel había ido a ver a su hermano Estha. Eran gemelos bivitelinos (...)

En aquellos primeros años amorfos en los que la memoria apenas se había iniciado, en los que la vida estaba llena de Comienzos y no tenía Finales, y Todo era Para Siempre, Esthappen y Rahel pensaban en si mismos, juntos, como Yo, y por separado, individualmente, como Nosotros. Como si fuera una extraña raza de gemelos siameses, separados físicamente pero con identidades conjuntas.  (...)
Y eso no son más que las pequeñas cosas.
En cualquier caso, ahora piensa en Estha y en ella como ésos, porque, al haberse separado, ninguno de los dos es ya lo que fueron o un día pensaron que serían.
Y nunca lo serán."

Arundhati Roy, El dios de las pequeñas cosas, 1997

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"Esta es la historia de tres generaciones de una familia de la región de Kerala, en el sur de la India, que se desperdiga por el mundo y se reencuentra en su tierra natal. Una historia que es muchas historias. (...) Esta apasionante saga familiar es un gozoso festín literario en el que se entremezclan el amor y la muerte, las pasiones que rompen tabúes y los deseos inalcanzables, la lucha por la justicia y el dolor causado por la pérdida de la inocencia, el peso del pasado y las aristas del presente. Arundhati Roy ha sido comparada por esta novela prodigiosa con Gabriel García Márquez y Con Salman Rushdie por sus destellos de realismo mágico y su exquisito pulso narrativo."

Con El dios de las pequeñas cosas Arundhati Roy, arquitecta y guionista de series televisivas y películas, ganó el Premio Booker de 1997.


Arundhati Roy, El dios de las pequeñas cosas, traducción Cecilia Ceriani y Txaro Santoro, Barcelona, Anagrama, 2001. ISBN 9-7888433-966711