" A mi padre lo conocía poco. Una vez, durante las vacaciones de Pascua, me llevó consigo a un crucero. El barco estaba atracado en Venecia. Se llamaba Proleterka. Proletaria. Durante años, el motivo de nuestros encuentros fue una procesión. Participábamos los dos. Habíamos desfilado juntos por las calles de la ciudad del lago. Él con un tricornio en la cabeza. Yo con el traje típico, el Tracht, y la cofia negra ribeteada de encaje blanco. Los zapatos de charol negro con la hebilla de gorgorán. El delantal de seda sobre el vestido rojo, un color tras el que acechaba un violeta oscuro. Y el corpiño de seda adamascada. En una plaza, sobre un rimero de maderas, ardía un muñeco. El Böögg. Hombres a caballo galopan en círculo alrededor del fuego. Redoblan los tambores. Se alzan los estandartes. Despedían el invierno. A mí me parecía estar despidiendo algo que no había tenido nunca. Me atraían las llamas. Ocurrió hace mucho tiempo.
Mi padre, Johannes H., formaba parte de una hermandad, una Zunft. Había ingresado de estudiante. Había escrito un informe titulado Qué ha hecho y qué hubiera podido hacer la Hermandad durante la guerra. La hermandad a la que pertenecía Johannes se fundó en 1336.
La noche anterior se celebró el baile para los niños. Una gran sala abarrotada de trajes típicos y de risas. Deseaba que todo se acabara. Quizá Johannes también. No me gustaban los bailes. Y quería despojarme del traje. La primera vez que participé en la procesión ( aún no iba a la escuela) me metieron en un palanquín azul turquesa. Por la ventanilla saludaba a los niños que contemplaban la procesión desde la acera. Cuando los portadores me posaron sobre el suelo, abrí la portezuela y me marché. No tenía pensado escapar. No era rebelión, sino puro instinto. Una atracción por lo desconocido. Vagué por la ciudad horas y horas. Hasta el agotamiento. Me encontró la policía. Y me entregaron a mi legítimo propietario, Johannes. Fue una lástima. Dadas las circunstancias, una relación más profunda entre padre e hija era una posibilidad muy remota. Observar y callar. Los dos caminan en procesión. No se cruzan ni una sola palabra. Al padre le cuesta mantener el paso al ritmo de las marchas musicales. Dos sombras, una se mueve lentamente, con un visible esfuerzo. La otra es más inquieta. Avanzan en filas de cuatro. Junto a ellos una pareja, el hombre lleva el uniforme militar, la mujer, el traje típico. Siguen el paso, avanzan majestuosos, altivos, erguidas las cabezas. De noche, a veces, con los párpados cerrados, vuelvo a ver cómo arde el muñeco. El redoble de los tambores cada vez más marcial, con un sonido ulterior. Al cabo de dos días, dejaba a Johannes en una habitación de hotel. Mi visita había tocado a su fin. (...)
Los niños se desinteresan de los padres cuando se les abandona. No son sentimentales. Son pasionales y fríos. En cierto modo algunos abandonan los afectos, los sentimientos, como si fueran cosas. Con determinación, sin tristeza. Se vuelven extraños. A veces enemigos. Ya no son ellos los seres abandonados, sino quienes se baten mentalmente en retirada. Y se marchan. Hacia un mundo oscuro, fantástico y miserable. Y, sin embargo, a veces simulan felicidad. Como un ejercicio de funámbulos. Los padres no son necesarios. Hay pocas cosas necesarias. Algunos niños se las arreglan solos. El corazón, cristal incorruptible. Aprenden a fingir. Y el fingimiento se convierte en la parte más activa, más real, tan atractiva como los sueños. Ocupa el lugar de los que consideramos verdadero. Quizá sea sólo eso: algunos niños tienen el don del desapego.
Padre e hija están delante del barco. Parece un buque militar. Brilla la estrella roja en lo alto de la chimenea. Miro enseguida la inscripción Proleterka. Ennegrecida, con manchas de herrumbre, olvidada. Una inscripción regia. Es la hora en que declina el día. El buque es grande, oculta el sol que está a punto de caer al agua. Es oscuro: pez y misterio. Se ha salvado de la intemperie, de los naufragios, un barco pirata construido como una fortaleza. Subimos la escalerilla. Los oficiales nos esperan. Somos los últimos. A Johannes le cuesta subir, un oficial le ayuda. Nos muestra el camarote. Pequeño. Allí dormiría con Johannes. Las dos camas, una sobre la otra. Tendré que dormir arriba. El Proleterka zarpa a las dieciocho horas. Dulcemente, se desliza sobre el agua. Un sonido bronco precede a la partida. Un sonido de adiós. No se puede volver atrás. Miro desde la portilla. Me pregunto cómo me las arreglaría para salir, para entrar en el mar, si quisiera marcharme como Martin Eden. "
Fleur Jaeggy, Proleterka, Barcelona, Tusquets, 2004.
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Fleur Jaeggy, nacida en Zurich, vive en Milán. Autora de reconocido prestigio y traducida a diversas lenguas. Proleterka (galardonada con el Premio Viareggio 2002, el premio Donna Città di Roma 2001, el Premio Vailate Alberico Sala 2001 y el Premio Vittorini 2002), es un breve relato de un viaje iniciático en el que Jaeggy revive la distante y extraña relación entre un padre y su hija. "Con su prosa, que logra penetrar como una hoja afilada en la zona secreta donde se esconden las emociones, Jaeggy ha cosechado los elogios de grandes escritores, entre ellos Susan Sontag: "Fleur Jaeggy es una escritora maravillosa, brillante, salvaje. La admiro profundamente." "
Editorial